Reseña de “Conversaciones sobre la escritura”, Ursula K. Le Guin

La literatura es arte, eso no está en discusión. De hecho, es considerada una de las siete bellas artes, junto a la arquitectura, la pintura, la escultura, la música, la danza y el cine. Hay discusiones sobre si la fotografía debería ser agregada a la lista, o lo mismo con el cómic, pero nadie pone en duda que la literatura y, en consecuencia, la escritura, pertenezcan a dicho grupo.

Sin embargo, el acercamiento a la escritura suele ser diferente al que se da con el resto de las artes. Es menos pasional, más mecánico; un rito de paso de la niñez. 


Me refiero a que, por ejemplo, si alguien tiene interés por la música y quiere aprender a tocar la guitarra, probablemente tome clases para descifrar cómo funciona el instrumento, entender las escalas, las armonías, el solfeo, las tablaturas y asumirá que dominar el instrumento le llevará miles de horas de su vida (diez mil, dicen por ahí). Con la escritura es diferente. Gracias a la alfabetización, a la mayoría de las personas de occidente les basta con ir a la escuela para aprender a escribir. ¿Qué separa, entonces, a una persona que sabe escribir de una persona que hace literatura, que hace arte?

Una de las primeras diferenciaciones entre la escritura plana y llana, utilizada como tecnología, y la literatura como disciplina artística es que en la segunda hay un uso estético de la palabra, a fin de expresar una idea, sentimiento, experiencia o historia. En literatura, las descripciones tienen la capacidad de trasladar al lector a lugares imaginarios, transmitir emociones, sensaciones, olores; emocionar, generar catarsis… todo ello gracias a la función poética del lenguaje. 

Personalmente, me encanta estudiar técnica literaria. Disfruto de analizar enunciados; pensar cuál es la mejor manera de armar una oración, si poner el complemento directo primero o si el artículo indeterminado genera más confusión que otra cosa. Me deleito comparando estilos y conversando con colegas sobre si tal decisión estilística beneficia la obra o si en realidad hubiera sido mejor atenerse a un formato más tradicional, en pos de la coherencia interna. Gozo escuchando los audios de mi editora, con devoluciones puntillistas sobre asuntos minúsculos, para luego enroscarnos a discutir sobre comas, puntos, gerundios, tiempos verbales, redundancias, reiteraciones, discursividades y narrativa en general. La escritura son decenas y decenas de posibilidades, miles de artilugios disponibles, voces y estilos que se complementan y que requieren un orden preciso, casi quirúrgico, para poner en palabras la mente del escritor, generarle placer al lector y acercar a lo sublime.

Hay alguno libros preciosos sobre técnica. Uno de ellos es “Conversaciones sobre la escritura”, una transcripción de charlas entre Úrsula K. Le Guin y su amigo, David Naimon, ambos escritores. La Le Guin tiene casi noventa años en el momento de las charlas y lo primero que noto al leerla es su calma, su sabiduría; una mente afilada por una vida de dedicación al arte, por una constancia que me maravilla y me asusta a partes iguales. 

Conozco pocos escritores jóvenes y talentosos. Tal vez sea porque la literatura está ligada a la cosmovisión del autor y cierta maduración vital es necesaria para el desarrollo de las ideas. Esto me preocupa, pero también me alegra. Tengo treinta y cuatro años y me pregunto cuánto tiempo más tendrá que pasar para convertirme en una escritora notable, en una de esas autoras que tienen un estilo propio, una voz literaria tan fuerte e identificable que no hace falta leer su nombre en la tapa del libro para darse cuenta de quién lo escribió. Por otro lado, si el paso del tiempo es una condición sine qua non de la buena literatura y uno se vuelve mejor escritor a medida que pasan los años, eso me da la chance de tener una carrera profesional tan larga como mi vida y cronológicamente opuesta a la de una modelo o un jugador de

fútbol: mi profesión y mi rendimiento mejorarán a medida que envejezca, lo cual amortigua bastante el miedo a la muerte. 

En este libro breve, de cien páginas, Úrsula y David hablan sobre narrativa, poesía y ensayo. Sobre ritmo y conflicto. Y, si bien es un libro técnico, está escrito de una forma que casi te hace olvidarlo, porque todo está expuesto con mucho sentimiento y pasión. En cada párrafo se entrelee el amor que estos dos sienten por la literatura, el disfrute que experimentan al desmenuzar las ideas. 

Úrsula, ya mayorcita, dice las cosas sin rodeos y sin preocuparse por lo políticamente correcto. Critica el sobre-uso del presente como tiempo verbal (esa tendencia posmoderna a elegir el presente continuo para narrar las historias) y defiende al pasado como el mejor tiempo de todos, diciendo que éste indica fácilmente tiempos anteriores y se extiende a los nebulosos terrenos del subjuntivo, el condicional, el futuro… Aboga por la gramática, sin entrar en moralismos o en correcciones del lenguaje, cosa que yo hubiera aborrecido. Dice que para quien se dedica a escribir, desconocer las leyes de la gramática es como que te suelten en un taller de carpintería sin haber aprendido los nombres de las herramientas y sin haber practicado con ellas a conciencia. Plantea la importancia del ritmo y dice que por debajo de la memoria y la experiencia, por debajo de la imaginación y la invención, por debajo de las palabras hay ritmos ante los que la memoria, la imaginación y las palabras se ponen en marcha. Dice que afirmar que las historias se tienen que basar sí o sí en el conflicto es limitar enormemente nuestra visión del mundo y que eso es, asimismo, una declaración política, masculinista y darwiniana. 

Celebro a la Le Guin, escritora y profesora, sabia y longeva, que llenó este libro de conceptos y reflexiones que tuve la suerte de leer en una playa desierta, en medio de la nada, sin señal en el celular y con mi atención entera enfocada en el arte de escribir. 

Siguiente
Siguiente

Series que cuestionan la identidad y los vínculos sexo afectivos